Por: Rafael Barceló Durazo | Consul de Mexico en Tucson, Arizona

Somos los hijos e hijas de un verano ardiente pero hermoso, ahora enfrentados al cambio climático.

– ¿Por qué viven aquí?

Así me preguntó azorado un forastero que vino a visitarme hace años en el ardiente verano de Sonora. La candidez con que me lanzó la pregunta, con el sudor en la frente y esa cara de asombro de quien siente por primera vez las temperaturas extremas de esta región, simplemente me dio risa. Mi respuesta fue más bien una obviedad con que evadía cuestionarme más a fondo: “porque de aquí somos”. El visitante seguía argumentando que no es normal que alguien haya escogido este clima para establecerse o que, habiendo caído aquí por error, se quedara voluntariamente.

Desierto sonorense | Foto: getyourguide.com
Verlon Jose miembro Tohono O’odham | Foto: Laurel Morales

Hace unas semanas tuve el gusto de conversar con Verlon José, un destacado miembro de la nación Tohono O’odham –la gente del desierto– cuyo hogar por miles de años ha sido este desierto de Sonora-Arizona, formando su territorio parte tanto de México como de Estados Unidos. Nadie mejor que los pueblos originarios de estos lares para responder la pregunta de por qué vivimos aquí.

Él me explicó bellamente la profunda relación con la tierra y el territorio de su nación indígena: mientras que la idea “occidental” es que la tierra le pertenece al individuo, el entendimiento de los pueblos indígenas es que son ellos los que le pertenecen a la tierra.

Al meditar sobre ese comentario, que encierra una enseñanza muy aguda, capté que algo de cierto había en la respuesta obvia que le di a mi amigo. Los vínculos que creamos con la tierra que ha sido nuestro hogar son así de fuertes, como para considerarnos nosotros de ella, o bien, ella de nosotros. Es una relación de pertenencia.

Ciertamente, hay territorios que acarician a sus criaturas con un mejor clima la mayor parte del año. México tiene la fortuna de tener primaveras eternas en sus altiplanos centrales donde, además, nunca faltó el agua hasta que sobró la gente. Pero la caricia ruda de un verano sofocante o de un crudo invierno son como las lecciones de una madre o de un padre estrictos, porque algo de amor llevan. Las tardes borrascosas, llenas de relámpagos y truenos son el intermedio cariñoso de la estación veraniega de estos desiertos. Lluvias que refrescan la noche y dejan la mañana siguiente perfumada del olor a tierra mojada son la esperanza permanente que te ayuda a sobrellevar las jornadas más calientes y secas del estío.

Atardecer en el desierto | Foto: Stephen G. Nelson
Después de la tormenta |Foto: T Temple-Pueblo Paradiso

Cuando llegué a Tucsón hace casi un año, la temporada de esas lluvias tormentosas y dramáticas que aquí llaman los monzones (que yo conocía simple y bucólicamente como las aguas) había sido insignificante. Este año, en cambio, hemos podido gozar de los gratificantes espectáculos celestiales de luz y sonido que anteceden a los chubascos. Éstos nos regalan temperaturas frescas y casi de inmediato hacen reverdecer los grises y ocres a los que nos tiene acostumbrados este hermoso ecosistema, que administra mucha vida, pero la enseña por dosis pequeñas.

Luego de haber vivido lejos muchos años, haber vuelto a tener la experiencia sensorial del verano intenso de esta región, con sus hieles y mieles, me convenció nuevamente de que no es ningún despropósito para los seres humanos haber hecho del desierto su casa. Es una prueba de nuestra capacidad de adaptación y de la generosa respuesta de la naturaleza a proveernos alimentos. Es también un recordatorio de la fragilidad de cualquier hábitat para hacer sostenible la vida humana, si no lo cuidamos para que cualquier desarrollo económico sea sostenible, o no sea desarrollo del todo.

Las dos nociones sobre la relación del ser humano y la tierra que me explicaba Verlon tienen efectos prácticos: si la tierra es nuestra propiedad tendríamos derecho a explotarla hasta dejarla exhausta e inservible. Si nosotros somos los que le pertenecemos, entonces tenemos la obligación de cuidarla, dándonos el lujo de contemplarla y recoger sus frutos, pero con la responsabilidad de conservarla para las próximas generaciones, como quien recibió un tesoro.

Niños Tohono O’odham | Foto: Guillermo Padrés Elías

Somos los hijos e hijas de un verano ardiente pero hermoso, ahora enfrentados al reto del cambio climático que podría hacerlo inhabitable. La labor para cambiar hábitos y rutinas hasta que sean amigables con nuestro ambiente será difícil, pero a la prole del desierto nos gustan los retos más difíciles.

El sonorense Rafael Barceló Durazo es cónsul de México en Tucsón. Encuéntralo en redes sociales como @barcelodurazo.

Licenciado en Derecho por la Universidad de Hermosillo y maestro en Administración y Políticas Públicas por el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Realizó un intercambio académico en la Escuela de Asuntos Internacionales y Públicos (SIPA) de la Universidad de Columbia (Nueva York) y fue profesor de Análisis de Políticas Públicas y de Finanzas Públicas en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México.

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